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Una máquina de revolución y de guerra contra el enemigo común,
La Logia de Lautaro se estableció en Buenos Aires a mediados de 1812, sobre la base ostensible de las logias masónicas reorganizadas, reclutándose en todos los partidos políticos, y principalmente en el que dominaba la situación.
El objeto declarado de la Logia era “trabajar con sistema y plan en la independencia de la América y su felicidad, obrando con honor y procediendo con justicia.”
Sus miembros debían necesariamente ser americanos
“distinguidos por la liberalidad de las ideas y por el fervor de su celo patriótico”.
Era ley de la asociación auxiliarse mutuamente en todos los conflictos de la vida civil, sostener a riesgo de la vida las determinaciones de la Logia, y darle cuenta de todo lo que pudiera influir en la opinión o seguridad pública. La revelación del secreto “de la existencia de la Logia por palabras o por señales” tenía “pena de muerte por los medios que se hallase por conveniente».
Esta conminación, reminiscencia de los misterios del templo de Isis y copiada de las constituciones de la Logia Matriz de Miranda, tenía un alcance moral mas que real, pero
la Logia de Lautaro no fue una máquina de gobierno ni de propaganda especulativa:
fue una máquina de revolución y de guerra contra el enemigo común, a la vez que de defensa contra los peligros interiores.
En este sentido contribuyó eficazmente a dar tono y rumbo fijo a la revolución; a centralizar y dirigir las fuerzas gubernamentales,
dando unidad y regularidad a las evoluciones políticas que promovió y presidió,
y vigoroso impulso a las operaciones militares con sujeción a un plan preconcebido, para imprimir mayor energía en los conflictos, para suplir en muchos casos la deficiencia de los hombres y corregir hasta cierto punto los extravíos de una opinión fluctuante, inspirando en momentos supremos medidas salvadoras, que la revolución ha reivindicado como glorias suyas.